«El Armario»: Thomas Mann; relato y análisis.


«El Armario»: Thomas Mann; relato y análisis.




El Armario (Der Kleiderschrank) es un relato de terror del escritor alemán Thomas Mann (1875-1955), escrito en 1899.

El Armario, uno de los mejores cuentos de Thomas Mann, relata la historia de Albrecht van der Qualen, un hombre a quien los médicos le han dado unos pocos meses de vida. En este contexto, decide viajar. Toma el tren en Berlín con escasas posesiones: no lleva lleva reloj ni calendario. «Hace mucho que abandonó la costumbre de saber en qué día» se encuentra, pero sabemos que es otoño. Se baja en una estación desconocida y camina hacia el centro de la ciudad. Cruza un puente «bajo el cual el agua fluye turbia y perezosamente». Se sube a «una barcaza destartalada» conducida por un barquero silencioso. Se dirige al hotel. Una vieja decrépita [que le recuerda las brujas de E. T. A. Hoffmann], con «cara de pájaro», le alquila un cuarto «patéticamente desolado».

Ciertamente la habitación es espartana. Hay tres sillas rojas de mimbre que destacan contra las paredes blancas [«como fresas en crema batida»] y un armario: «una cosa cuadrada» con una decoración rudimentaria. El armario está vacío y destartalado, sin embargo, por la noche, mientras bebe coñac, Albrecht encuentra a una chica hermosa en su interior. Ella le cuenta historias «sin consuelo» a la luz de las velas; historias de amantes que terminan con «una puñalada por encima del cinturón... y siempre por buenas razones».

La chica aparece en el armario todas las noches. Albrecht intenta encontrarla durante el día, pero el armario siempre está vacío:


«¿Cuánto tiempo duró esto? ¿Quién sabe? ¿Quién sabe siquiera si Albrecht van der Qualen despertó de veras aquella tarde y se dirigió a la ciudad desconocida? ¿Quién sabe si no se quedó dormido en su coche de primera clase, dejándose llevar por el expreso a velocidades increíbles por encima de las montañas? ¿Quién de nosotros se comprometería a aventurar una respuesta decidida y responsable a esta pregunta? La incertidumbre es total. Todo tiene que quedar en el aire…»


Thomas Mann no informa la edad del narrador, pero podemos deducir que es un hombre joven. En este contexto, el diagnóstico de una enfermedad terminal altera sus planes de vida. Esto es representado simbólicamente en el viaje en tren. Albrecht toma el expreso Berlín-Roma, pero decide apartarse de su itinerario y bajarse antes de llegar a su destino programado. En otras palabras, la inminencia de la muerte lo obliga a bajarse antes de la vida que tenía prevista. En este espacio intermedio, liminal, donde el tiempo no parece importar demasiado, transcurre la acción [no es caprichoso que el narrador no lleve reloj ni calendario]. Condenado a no tener futuro, Albrecht abandona la medición del tiempo e intenta existir en el único espacio seguro que le queda: el presente.

El Armario presenta tres mujeres. La primera es una aparición fugaz pero detallada: A través de la ventanilla del tren, Albrecht vé a una mujer alta, robusta, llevando una valija que, piensa, debe pesar toneladas. El narrador nota el labio superior de la mujer cubierto de pequeñas gotas de sudor y una «erupción repulsiva, una especie de tumor fungoso» en su frente. La segunda mujer es la casera, vieja y flaca [«como un personaje de Hoffmann»]. La mujer lo conduce hasta un cuarto «lastimosamente frío, con paredes desnudas y blancas», con tres sillas rojas, una cama, un lavabo con espejo y un armario. La posada está en el arrabal de esta ciudad desconocida. No es el típico suburbio tranquilo, sino más bien un espacio alejado de la «vida» urbana.

La tercera mujer es una presencia insólita, desnuda, insinuante, de «alargados ojos negros», que aparece en medio de la noche en el armario del cuarto que Albrecht ha alquilado. Como una especie de Scheerezade, esta mujer inexplicable le cuenta a Albrecht hermosas historias de amor que terminan invariablemente mal.

Esta mujer es un misterio que plantea muchas preguntas y ninguna respuesta satisfactoria: ¿que hace desnuda en un armario? ¿Cómo se metió al cuarto? ¿Ya estaba allí cuando Albrecht llegó a la pensión? ¿Es real? Su desnudez no parece caprichosa. Le añade a la historia un condimento sensual, un recordatorio de los placeres carnales a los que Albrecht deberá renunciar a medida que progrese su enfermedad. Podríamos pensar que se trata de un psicopompo, una entidad que ha venido a ayudar a Albrecht en su transición hacia la muerte, a consolarlo en su soledad y acaso guiarlo hacia el más allá.

El Armario concluye con una serie de interrogantes que ni siquiera insinúan un desenlace. Quién es la chica en el armario y de dónde viene no está claro. Tampoco que Albrecht esté soñando, delirando, alucinando debido al coñac o teniendo una experiencia cercana a la muerte. Pero la incertidumbre se exitiende más allá. La ciudad desconocida y la estancia en la posada podrían ser parte de una visión que Albrecht está teniendo mientras viaja en el tren.

Lo único que parece real en El Armario es la enfermedad de Albrecht, evidenciada no sólo en sus «ojos profundamente sombreados» y su «tez amarillenta», sino en su propio nombre: el alemán qualen podría traducirse como «tormento», «agonía». Por otro lado, todos los escenarios tienen una atmósfera crepuscular: la tarde, el otoño, las luces empañadas de los faroles. Albrecht incluso cruza un río [¿Estigia?] en una barca conducida por un barquero anónimo, parco como Caronte [ver: Nekropompos: la historia de Caronte, el barquero]. En este sentido, El Armario prefigura el motivo central de La montaña mágica (Der Zauberberg), una especie de progresiva separación de la vida y el aislamiento que acompaña a la enfermedad.




El Armario.
Der Kleiderschrank, Thomas Mann (1875-1955)

Estaba nublado, hacía frío y todo quedaba en una semioscuridad, cuando el expreso Berlín-Roma entró en una de las estaciones intermedias de su ruta. En un compartimento de primera clase, con cubiertas de pasamanería sobre la tapicería de felpa, Albrecht van der Qualen, viajero solitario, se despertó y se incorporó. Sentía la boca seca y en el cuerpo la desagradable sensación producida cuando el tren se detiene después de un largo viaje y nos damos cuenta del cese de un movimiento rítmico, tomando conciencia de las llamadas y señales del exterior. Es como volver en sí después de una borrachera o del letargo. Nuestros nervios, de pronto privados del ritmo protector, se sienten perdidos y desamparados. Pero aun es peor si acabamos de despertar del pesado sueño en el que se cae durante los viajes en ferrocarril.

Albrecht van der Qualen se desperezó un poco, se acercó a la ventanilla y bajó el cristal. Miró a lo largo de los vagones. Algunos hombres estaban ocupados en el furgón de correos, descargando y cargando paquetes. La máquina emitía una serie de sonidos, resoplaba y rugía un poco, esperando quieta, pero sólo como lo hace un caballo que alza los cascos, mueve las orejas y aguarda impaciente la señal de partida. Una mujer alta y robusta, con un largo impermeable, de cara inexpresiva pero preocupada, recorría el tren llevando una maleta de unos cuarenta kilos, la empujaba frente a ella con una rodilla. No decía nada, pero parecía acalorada y angustiada. Su labio superior estaba tenso y bañado en pequeñas gotas de sudor. Era, en conjunto, una figura patética.

«Pobrecilla —pensó Van der Qualen—, si pudiera ayudarte, aliviarte, hacerte subir…, sólo para la tranquilidad de ese labio superior. Pero a cada quien lo suyo. Así están dispuestas las cosas de la vida; yo me quedo aquí, perfectamente despreocupado, mirándote como miraría a un escarabajo panza arriba.»

El cobertizo de la estación estaba casi sumido en la oscuridad. Madrugada o anochecer… no lo sabía. Había dormido. ¿Quién podía decir si habían sido dos, cinco o doce horas? En alguna ocasión había dormido durante veinticuatro horas o quizá más, de un tirón, con un sueño extraordinariamente profundo.

Llevaba un grueso abrigo corto con cuello de terciopelo. Por su complexión era difícil decir su edad: se podía dudar entre los veinticinco y el final de los treinta. Su piel era amarillenta, pero los ojos eran negrísimos y estaban rodeados de profundas sombras oscuras. Aquellos ojos no presagiaban nada bueno. Varios doctores, hablando francamente, de hombre a hombre, le habían dado pocos meses de vida. Su cabello negro estaba lisamente partido a un lado.

En Berlín —aunque Berlín no había sido el principio de su viaje—, había subido al tren cuando éste empezaba a moverse, llevando como por casualidad un maletín de piel rojiza. Se había dormido y ahora, al despertar, se encontraba tan completamente desligado del tiempo que le invadió una sensación de alivio. Se regocijó con la idea de que al final de la fina cadena que llevaba alrededor del cuello, había únicamente una pequeña medalla metida en el bolsillo superior de su chaqueta. No le gustaba enterarse de la hora o del día de la semana, y lo que es más, no tenía tratos con el calendario. Hacía algún tiempo que había perdido la costumbre de saber el día del mes y hasta el mes del año. «Todo tenía que estar en el aire…», pensó y la frase, aunque bastante vaga, era comprensible. Este programa nunca, o muy raramente, había sido alterado, pues se tomaba el trabajo de mantener todo conocimiento molesto a distancia. Después de todo, ¿no era suficiente con saber más o menos la estación del año?

«Debemos estar más o menos en otoño —pensó, mirando el húmedo y sombrío tren—. Es lo único que sé. Ni siquiera sé dónde estoy.»

Su satisfacción ante este pensamiento le hizo estremecerse de placer. No, ¡no sabía dónde estaba! ¿En Alemania? Con seguridad. ¿En el norte de Alemania? Habría que verlo. Mientras sus ojos continuaban pesados por el sueño, la ventanilla de su compartimento se había deslizado ante un letrero luminoso; quizá llevaba escrito el nombre de la estación, pero ni la imagen de una sola letra había sido transmitida a su cerebro. Aún aturdido, había oído cómo el revisor gritaba el nombre dos o tres veces, pero no había captado ni una sola sílaba. Afuera, en la semipenumbra de la que no se sabía si del día o de la noche, se extendía un lugar extraño, un pueblo desconocido.

Albrecht van der Qualen tomó su sombrero de fieltro de la red, su maletín de piel rojiza, la correa que aseguraba la manta escocesa de seda y lana, roja y blanca, enrollada alrededor de un paraguas con empuñadura de plata, y aunque su boleto marcaba Florencia, dejó el compartimento y el tren, caminó a lo largo del cobertizo, depositó su equipaje en la consigna, encendió un cigarro, metió las manos —no llevaba ni bastón ni paraguas— en los bolsillos de su abrigo y salió de la estación.

Afuera, en la húmeda, tenebrosa y casi vacía plaza, cinco o seis cocheros de punto hacían chasquear sus látigos. Un hombre con gorra galoneada y larga capa en la que se arrebujaba tembloroso preguntó educadamente:

—¿Busca hotel, buen hombre?

Van der Qualen le dio las gracias cortésmente y siguió su camino. La gente con quien se cruzó llevaba el cuello del abrigo subido; él subió el suyo, escondió la barbilla en el terciopelo, fumó y continuó caminando, ni lentamente ni demasiado aprisa.

Pasó a lo largo de una pared baja y una vieja puerta flanqueada por dos pesadas torres; cruzó un puente con estatuas en los barandales y vio el agua deslizarse lenta y turbia bajo él. Un largo bote de madera, viejo y carcomido, se acercó, conducido por un hombre con una larga pértiga en la popa. Van der Qualen se quedó un momento reclinado sobre el barandal del puente.

«Aquí —se dijo— hay un río; éste es el río. Es agradable pensar que lo llamo así porque no sé su nombre», y siguió caminando.

Continuó hacia adelante un rato, por el adoquinado de una calle que no era ni muy estrecha ni muy ancha, después dio la vuelta a la izquierda. Anochecía. Empezaban a encenderse los faroles, vacilaban, brillaban chisporroteando y después iluminaban la penumbra. Las tiendas estaban cerrando.

«Entonces hay que concluir que estamos, no cabe duda, en otoño», pensó Van der Qualen, siguiendo por el camino negro y húmedo. No llevaba chanclos, pero la suela de sus botas era muy gruesa, duradera y firme, aunque no eran por ello menos elegantes.

Se mantuvo a la izquierda. Los hombres pasaban por su lado, se apresuraban hacia sus negocios o volvían de los mismos.

«Y yo camino con ellos —pensó—, y estoy tan solo y soy tan extraño a ellos como jamás lo ha sido hombre alguno. No tengo negocios ni metas. No tengo ni un bastón en que apoyarme. Nadie puede ser más retraído, libre y desligado. No le debo nada a nadie y nadie me debe nada. Dios nunca ha tendido su mano sobre mí. Él no me conoce. La desdicha honesta sin caridad es una buena cosa; un hombre puede decirse a sí mismo: no le debo nada a Dios.»

Pronto llegó al final de la población. Probablemente la había cruzado en diagonal. Se encontró en una ancha calle de los suburbios flanqueada de árboles y villas, dio vuelta a la derecha, pasó tres o cuatro travesías casi como callejuelas de pueblo, iluminadas tan sólo por faroles, y se detuvo en una que era ligeramente más amplia, ante una puerta de madera, vecina de una casa común y corriente y pintada de amarillo deslucido, que tenía, sin embargo, el sorprendente detalle de unas ventanas de vidrio cilindrado, convexas y bastante opacas. En la puerta había un letrero:

En el tercer piso de esta casa se alquilan habitaciones.

—Ah… —murmuró.

Tiró la punta de su cigarro, siguió a lo largo de un entarimado que formaba la línea divisoria entre dos propiedades, giró a la izquierda y entró en la casa. Una grasienta alfombra gris corría a lo largo de la entrada. La cruzó en dos pasos y empezó a subir por la escalera de madera.

Las puertas de los apartamentos eran muy modestas; tenían paneles de vidrio blanco con refuerzo de alambre y en algunas había placas con los nombres. Los rellanos se iluminaban con lámparas de aceite. En el tercer piso, el último, pues ya le seguía el ático, había puertas a la derecha y a la izquierda, simples puertas de madera café, sin placas de ninguna clase. Van der Qualen hizo sonar la campanilla del centro. Llamó, pero no le llegó ningún ruido del interior. Llamó a la izquierda, no obtuvo respuesta. Llamó a la derecha y oyó pasos ligeros, largos como zancadas, y la puerta se abrió.

Salió una mujer, una dama; alta, delgada y vieja. Llevaba un sombrero con un gran lazo lila pálido y un anticuado y deslucido vestido. Tenía la cara hundida y semejante a la de un pájaro, y en su frente le había salido una erupción, una especie de tumor fungoso. Era más bien repulsivo.

—Buenas noches —dijo Van der Qualen—. ¿Las habitaciones?

La anciana asintió; asintió y sonrió lentamente, sin una palabra, de modo comprensivo. Con su bella y larga mano blanca, hizo un gesto pausado, lánguido y elegante en dirección a la puerta más cercana, la de la izquierda. Después se retiró y apareció de nuevo con la llave.

«Vaya —pensó él cuando, detrás de la mujer, esperaba que abriera la puerta—. Eres como una especie de ave de mal agüero, una figura salida de la mente de Hoffmann, señora.»

Ella descolgó la lámpara de aceite de su gancho y le enseñó el camino.

Era una habitación pequeña, de techo bajo y suelo oscuro. Sus paredes estaban cubiertas con esteras de color pajizo. Había una ventana en el fondo de la pared de la derecha, oculta tras largos y delgados pliegues de muselina blanca. Una puerta blanca, también a la derecha, conducía al otro cuarto. Éste se hallaba patéticamente desmantelado, con llamativas paredes blancas, contra las que se apoyaban tres sillas pintadas de rojo, que parecían fresas en nata batida. Un armario, un lavabo con espejo… La cama, una impresionante pieza de caoba, reposaba libremente en el centro de la habitación.

—¿Tiene alguna objeción? —preguntó la anciana, pasándose ligeramente la bella y larga mano blanca sobre el tumor fungoso de la frente. Era como si lo hubiera dicho por casualidad, porque en aquel momento no podía decir una frase más ordinaria. Añadió enseguida—: Por decirlo así…

—No, no la tengo —respondió Van der Qualen—. Las habitaciones están bastante bien amuebladas. Me las quedo. Quisiera que alguien recogiera mi equipaje en la estación, aquí está la contraseña. ¿Sería usted tan amable de hacer la cama y traerme un poco de agua? Me dará la llave de la calle y la del piso. Quisiera un par de toallas. Me lavaré e iré al centro a cenar. Volveré más tarde.

Sacó un poco de jabón de una caja niquelada que traía en el bolsillo y empezó a lavarse la cara y las manos. Mientras lo hacía, miraba por las ventanas convexas a lo lejos, más allá de las calles suburbanas, cenagosas e iluminadas con gas, más allá de las luces de arco y las villas. Mientras se secaba las manos, fue hacia el armario. Era cuadrado, barnizado de color café, y con algunas grietas, que culminaba en una sencilla moldura curva. Estaba en el centro de la pared de la derecha, exactamente en el nicho formado por una segunda puerta blanca que, como es natural, comunicaba con las habitaciones a las cuales la puerta principal y la del medio del rellano daban acceso.

«Algo hay en el mundo que está bien dispuesto —pensó Van der Qualen—, este armario se adapta al nicho de la puerta como si lo hubieran hecho a medida.»

Lo abrió. Estaba completamente vacío, con varias hileras de ganchos en el techo; pero no tenía fondo, y en su lugar había un trozo de arpillera, gris y arrugada, sostenida en las cuatro esquinas por clavos a tachuelas.

Van der Qualen cerró la puerta del armario, tomó su sombrero, se levantó de nuevo el cuello del abrigo, apagó la vela y salió. Al llegar a la puerta de entrada, le pareció oír mezclado con el ruido de sus propios pasos una especie de tintineo en la otra habitación: un sonido metálico claro y suave. Pero quizá se equivocaba. Era como si un anillo de oro hubiera caído en una jofaina de plata, pensó mientras cerraba la puerta exterior. Bajó la escalera, salió a la calle y se dirigió hacia el centro del pueblo.

Entró en un restaurante de una calle animada y se sentó en una de las mesas delanteras, dándole la espalda a todo el mundo. Comió soupe aux fines herbes, un filete con un huevo escalfado, compota y vino, un pequeño pedazo de Gorgonzola verde y media pera. Mientras pagaba y se ponía el abrigo, le dio algunas chupadas a un cigarro ruso, después encendió un puro y salió. Vagó un poco, encontró el camino de su pensión en los suburbios y fue hacia allá sin prisas.

La casa con las ventanas de vidrio cilindrado aparecía apagada y silenciosa cuando Van der Qualen abrió la puerta de la calle y subió por la oscura escalera. Fue iluminándose con cerillas y abrió la puerta café a mano izquierda, en el tercer piso. Dejó su sombrero y abrigo sobre un diván, encendió la luz de su inmenso escritorio y encontró allí su maleta y su manta de viaje con el paraguas. Desenrolló la manta y sacó una botella de coñac y un vasito. Fue bebiendo a pequeños sorbos, sentado en un profundo sillón, mientras terminaba de fumarse el puro.

«Es una suerte después de todo que haya coñac en el mundo», pensó.

Fue al dormitorio, encendió la vela de la mesita de noche, apagó la luz de la otra habitación y empezó a desnudarse. Pieza a pieza fue dejando su traje gris, discreto y de buena calidad, sobre la silla roja al lado de la cama; pero al soltarse los tirantes recordó que su sombrero y abrigo aún estaban sobre el diván. Los trajo al dormitorio, abrió el armario… Pegó un salto hacia atrás y buscó apoyar su espalda hasta tocar una de las grandes bolas rojas de caoba que adornaban los postes de la cama. La habitación, con sus cuatro paredes blancas, en las que las tres sillas rojas resaltaban como fresas en un plato de nata, se recortaba en la inestable luz de la vela. Pero el armario estaba abierto y no estaba vacío. Había alguien adentro, una criatura tan encantadora que el corazón de Albrecht van der Qualen se detuvo un momento y después volvió a funcionar en largos, profundos y plácidos latidos. Ella estaba totalmente desnuda y uno de sus brazos esbeltos se levantaba para engarzar un dedo en uno de los ganchos del techo del armario. Largas oleadas de cabello castaño caían sobre sus hombros infantiles, respirando ese encanto al que no cabe otra respuesta que un sollozo. La luz de la vela se reflejaba en sus ojos rasgados. Su boca era un poco grande, pero tenía una expresión tan dulce como la de los labios del sueño cuando, tras varios días de dolor, nos besan la frente. Sus caderas formaban nido y sus esbeltas piernas se pegaban la una a la otra.

Albrecht van der Qualen se restregó los ojos con una mano y volvió a mirar… y advirtió que en el rincón de la derecha, la arpillera se había soltado del fondo del armario.

—Qué… —murmuró—. ¿Quiere usted entrar? ¿Quiere que cierre? ¿No desea un vasito de coñac? ¿Medio vasito?

Pero no esperaba respuesta y no obtuvo ninguna. Los ojos brillantes y rasgados, tan negros que parecían sin fondo e inexpresivos, lo miraban fijamente, pero sin intención y en cierta manera empañados, como si no lo vieran.

—¿Quieres que te cuente un cuento? —dijo ella de pronto con una voz baja y profunda.

—Cuéntamelo —contestó. Se había dejado caer sobre el borde de la cama, con el abrigo sobre las rodillas y con las manos apretadas encima de él. Su boca estaba ligeramente abierta y tenía los ojos medio cerrados. Pero la sangre latía tibia y suavemente por todo su cuerpo y sentía un suave zumbido en los oídos.

Ella se había dejado caer sentada en el armario y con sus delgados brazos se rodeaba una rodilla doblada; tenía la otra pierna extendida ante sí. Sus pequeños senos se unían bajo la presión de sus brazos, y la luz resplandecía en la piel de su rodilla doblada. Hablaba… hablaba con voz suave, mientras la llama de la vela continuaba su danza silenciosa.

Los dos caminaban entre los brezales, la cabeza de ella reposaba en el hombro de él. Cundía el aroma de todas las cosas nacidas, pero la niebla nocturna empezaba a levantarse de la tierra. Entonces empezó. Y a menudo era en verso, rimando en el modo incomparablemente dulce y fluido que viene hacia nosotros, una y otra vez, en el semiletargo de la fiebre. Pero terminaba mal, era un final triste: los dos quedaban en un abrazo indisoluble, con los labios unidos. Entonces uno apuñala al otro en el pecho, con un cuchillo inmenso… y no sin razón. Así terminaba. Entonces se levantó con un gesto infinitamente dulce y modesto, levantó la arpillera gris por el rincón de la derecha… y desapareció.

Desde entonces la encontró cada noche en el armario y escuchó sus cuentos… ¿Durante cuántas veladas? ¿Cuántos días, semanas o meses permaneció en aquella casa y en aquella ciudad? ¿Qué ganaríamos con saberlo? ¿A quién preocupa una miserable estadística? Sabemos, además, que varios médicos le habían dicho a Albrecht van der Qualen que le quedaban pocos meses de vida. Ella le contaba historias. Eran tristes y sin interés, pero flotaban como un suave estribillo sobre su corazón y lo hacían latir más tiempo y con mayor dicha. A veces perdía el control… su sangre se inflamaba. Tendía las manos hacia ella y ella no se le resistía. Pero entonces, durante varias veladas, no la encontraba en el armario y, al regresar, permanecía callada durante vanas noches. Después, poco a poco, empezaba a hablar hasta que él perdía nuevamente el control.

¿Cuánto duró? ¿Quién lo sabe? ¿Cómo saber si Albrecht van der Qualen se despertó en aquella tarde gris y bajó del tren en aquella desconocida ciudad? Quizá permaneció despierto en su vagón de primera clase y dejó que el expreso Berlín-Roma lo llevara velozmente más allá de las montañas. ¿Cargaría cualquiera de nosotros con la responsabilidad de contestarlo de modo definitivo? Todo es incierto. «Todo puede estar en el aire…»

Thomas Mann (1875-1955)




Relatos góticos. I Relatos alemanes.


El análisis y resumen del cuento de Thomas Mann: El Armario (Der Kleiderschrank), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Y lo que fuera que caminase allí, caminaba solo».


«Y lo que fuera que caminase allí, caminaba solo».




Hoy en El Espejo Gótico analizaremos uno de los párrafos más brillantes de toda la literatura de terror. Me refiero al párrafo de apertura [y cierre] de la novela de Shirley Jackson: La maldición de Hill House (The Haunting of Hill House).


«Ningún organismo vivo puede mantenerse cuerdo durante mucho tiempo bajo condiciones de realidad absoluta; incluso las alondras y las chicharras, suponen algunos, sueñan. Hill House, nada cuerda, se alzaba en soledad frente a las colinas, acumulando oscuridad en su interior; llevaba así ochenta años y así podría haber seguido otros ochenta más. En su interior, las paredes se mantenían erguidas, los ladrillos se entrelazaban limpiamente, los suelos aguantaban firmes y las puertas permanecían cuidadosamente cerradas; el silencio presionaba incansable contra la madera y la piedra de Hill House, y lo que fuera que caminase allí, caminaba solo


Toda la novela de Shirley Jackson está contenida en este párrafo. La Casa, en términos de «organismo vivo», tiene antecedentes en la ficción gótica, pero, ¿cuáles son las «condiciones de realidad absoluta» que promueven la locura? ¿Por qué Hill House está loca? ¿Por qué acumula oscuridad? ¿Y por qué «lo que fuera que caminase allí, caminaba solo»?

En una primera lectura, Shirley Jackson sugiere que el estado más alejado de la «realidad absoluta» es soñar; y da a entender que cualquier «organismo vivo» que no sueñe perderá la cordura. Aquí se nos informa que Hill House no está cuerda; la implicación, por supuesto, es que la Casa es un «organismo vivo» y que existe en la «realidad absoluta». Más aún, se nos dice cuánto tiempo ha existido en esta «realidad absoluta» [ochenta años] y que podemos esperar que continúe así durante el mismo lapso. En cuanto a «lo que fuera que caminase allí», bueno... no sólo estamos leyendo la historia de un casa que está viva, sino que está loca [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]

Esta relación entre la percepción de la «realidad absoluta» como condición de la locura me recuerda la frase de H. P. Lovecraft que abre La llamada de Cthulhu (The Call of Cthulhu): «Lo más misericordioso del mundo es la incapacidad de la mente humana para correlacionar todos sus contenidos». Ambos autores dicen que no podemos ver el mundo tal como es. Si lo hiciéramos, si accediéramos a la «realidad absoluta», si pudiéramos «correlacionar» todos los «contenidos», nos volveríamos locos. En cierto modo, caminaríamos solos.

Todo esto plantea preguntas adicionales: Hill House no está «cuerda», lo cual le proporciona a las personas que entran en la casa este estado de «realidad absoluta» que induce a la locura. ¿Se supone que Hill House está loca porque no sueña? ¿Acaso las casas normales, «cuerdas», sueñan? [ver: Psicología de las Casas Embrujadas]

Stephen King acuñó el concepto de Bad Place para referirse a lugares como Hill House o la Casa Marsten de Salem's Lot; y propone que la fórmula convencional de este arquetipo puede resumirse en «una casa con una historia desagradable» [ver: «The Bad Place»: análisis de la Casa Marsten]. Es decir que un buen relato de casas embrujadas no puede ser simplemente un repertorio de apariciones y sucesos paranormales. Si Sigmund Freud se hubiese interesado en las casas embrujadas seguramente hablaría del retorno de algún hecho traumático del pasado que logra abrirse paso hacia la conciencia [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror]

El párrafo de apertura [y cierre] de La maldición de Hill House trasciende las palabras que lo componen, pero también proporciona una gran cantidad de información: Hill House es un «organismo vivo» que existe en condiciones de «realidad absoluta», no sueña, no está cuerda, existe desde hace ochenta años [y podemos esperar que continúe durante ochenta más]; y concluye diciéndonos que «algo» camina por sus pasillos y habitaciones. Uno esperaría que este fuera inicio de la historia de una típica Casa Gótica: un lugar en ruinas, antiguo y melancólico, con catacumbas y habitaciones donde uno no debería merodear de noche, pero Hill House está en buenas condiciones edilicias; excepto por su inusual arquitectura [ver: Borges, Lovecraft y el Feng Shui de la cuarta dimensión]

Ese primer párrafo también sugiere la presencia de una fuerza primordial, ajena e indiferente a la humanidad. Al final de la novela, Eleanor Vance debe descartar la creencia de que la casa ha estado esperando a alguien como ella, y entiende que Hill House la ha estado manipulando desde el principio. Esta revelación le llega en el último instante de su vida, que ella misma está a punto de quitarse:


«Realmente lo estoy haciendo —pensó, girando el volante para dirigir el coche hacia el gran árbol en la curva del camino de entrada—. Realmente lo estoy haciendo, lo estoy haciendo yo sola, ahora, por fin; ésta soy yo. Realmente lo estoy haciendo yo... yo... yo.»

En el interminable segundo del impacto antes de que el coche se empotrara en el árbol, Eleanor pensó con toda claridad:

«¿Por qué estoy haciendo esto? ¿Por qué estoy haciendo esto? ¿Por qué no me detienen?»


«Ésta soy yo», piensa Eleanor mientras conduce a toda velocidad hacia el árbol, y es ella, no una fuerza sobrenatural, la que termina con su vida. Su último pensamiento no es Hill House. La novela termina con una repetición del primer párrafo, cerrando el circuito, o abriendo una especie de bucle.

La crítica feminista sugiere que Hill House representa el tipo de opresión familiar que conduce [a mujeres como Eleanor] hacia la autodestrucción, e incluso que la novela explora la relación preedípica entre madres e hijas [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]. Estos enfoques son interesantes, sobre todo porque Shirley Jackson trata a Hill House como un personaje que se mantiene firme y erguido a pesar de estar completamente loco. Por supuesto, esto podría representar a las viejas estructuras sociales y familiares que, originalmente, tenían la función de contener y proteger al individuo, como una casa protege de las amenazas del exterior, pero que al final terminan destruyéndote. Creo que la novela es más que eso. Hill House pone a prueba los límites de la realidad. En cierto modo, está relacionada con la Casa Usher de Edgar Allan Poe, la cual parece resistir cualquier intento de comprenderla por estar más allá «de la espantosa caída del velo» [ver: El secreto de Madeline: análisis de «La Casa Usher»]

Este motivo [común en la ficción de terror] donde el protagonista debe enfrentarse a fuerzas que están más allá de su capacidad de comprensión, esta directamente relacionado con el concepto de Unheimliche [«lo Siniestro»]. Freud lo explica en estos términos:


«Ocurre una experiencia extraña cuando los complejos infantiles que han sido reprimidos son revividos una vez más por alguna impresión, o cuando las creencias primitivas que han sido superadas parecen ser confirmadas.»


«¡Los fantasmas no existen!», aseguran los padres, y la mayoría de los niños eventualmente terminan reprimiendo esa «creencia primitiva», pero entonces, algún día, ocurre algo «extraño», algo que parece confirmar nuestros miedos primordiales. Esa mezcla de extrañeza y familiaridad es lo Unheimliche. Hill House lleva a la superficie todos estos recuerdos dolorosos de Eleanor durante el tiempo que cuidó a su madre enferma y se descuidó a sí misma. El cierto modo, Hill House se convierte en la madre simbólica de Eleanor. Constantemente la llama a «regresar a casa», la infantiliza.

Shirley Jackson elude un tropo común en las historias de casas embrujadas: la idea de que estos lugares fueron contaminados en el pasado, a veces por algún asesinato, otras por la presencia de personas malignas o por la comisión de actos ligados al ocultismo. En este sentido, Shirley Jackson toma un camino similar al de H. P. Lovecraft: Hill House es una fuerza preexistente, algo no-humano y que no depende de los actos humanos; simplemente es [ver: ¿Hill House pertenece a los Mitos?]. Por esta razón existe en la «realidad absoluta», porque está desprovista de humanidad:


«Ningún ojo humano puede aislar la desafortunada coincidencia de línea y lugar que sugiere el mal en el aspecto de una casa y, sin embargo, de alguna manera una yuxtaposición maníaca, un ángulo errado, un encuentro casual entre el techo y el cielo, convirtió a Hill House en un lugar de desesperación, más aterrador porque el rostro de Hill House parecía despierto, con una vigilancia desde las ventanas vacías y un toque de alegría en la ceja de una cornisa.»


Toda casa está cargada con los recuerdos de las personas que vivieron en ella. Nuestras pertenencias, y las de nuestros seres queridos, nos vinculan con nuestro pasado, incluso con nuestros ancestros. Hill House existe en una instancia diferente. Eleanor comenta:


«Era una casa sin bondad, nunca destinada a ser habitada, nunca un lugar apropiado para la gente o para el amor o la esperanza.»


Gradualmente, los sentimientos de Eleanor cambian, hasta que corre por los pasillos, de noche, llamando a su madre muerta:


«—Estás aquí en alguna parte —dijo, y el pequeño eco se fue por el pasillo, deslizándose en un susurro por las corrientes de aire—. En algún lugar —dijo—. En algún lugar.»


Uno de los subtextos de La Maldición de Hill House resuena en relatos como El empapelado amarillo (The Yellow Wallpaper) de Charlotte Perkins Gilman, donde una mujer se encuentra confinada en una casa y luego empieza a aceptar ese mundo hasta que se vuelve reconfortante [ver: Puérpera, loca y poseída]. En su viaje a Hill House, huyendo de una vida dependiente con la desagradable familia de su hermana, Eleanor observa a una niña que se niega a beber su leche del vaso del restaurante; quiere su taza favorita [con estrellas estampadas], que se ha dejado en casa:


«—No lo hagas —le dijo Eleanor [en silencio] a la niña—: insiste; una vez que te hayan atrapado para que seas como las demás, nunca volverás a ver tu taza de estrellas; no lo hagas.»


El mensaje de Eleanor es claro: «no dejes que te quiten tu magia, pequeña. La necesitarás». Por ejemplo, cuando una casa haga todo lo posible para que te quedes eternamente allí, para que no puedas soñar con otra vida, para que existas en su «realidad absoluta».

Eleanor puede intuir esto pero. al mismo tiempo, se engaña a sí misma y es poseída por fuerzas que su propia creencia en ellas hace reales. Al llegar a Hill House se permite sentirse atraída por Luke, lo cual podría darle una vía de escape al curso de su vida, pero este interés se disuelve bajo el peso de sus propias proyecciones obsesivas. Al final, la única fantasía que le queda es pertenecer a un hogar, y el único hogar que alguna vez la deseó es Hill House:


«La casa me estaba esperando—pensó—, nadie más que yo podría satisfacerla.»


El párrafo de apertura [y cierre] de la novela enfatiza el rol de la percepción y la fantasía en la configuración de la realidad: «Ningún organismo vivo puede mantenerse cuerdo durante mucho tiempo bajo condiciones de realidad absoluta». Esta formulación hace de la percepción una condición de la vida; ya que [dentro de la lógica de la afirmación], sólo los muertos están libres de soñar. En este contexto, hacer de los sueños una condición de la cordura [y la «realidad absoluta» una condición de la locura] prefigura la forma en la que Eleanor maneja su destrozada vida familiar y su consiguiente soledad. Ser incapaces de filtrar la realidad a través de nuestros sueños e ilusiones, según Shirley Jackson, es un pasaje a la locura.

Terminamos la novela como la empezamos, con el mismo párrafo. Con esta simetría, Shirley Jackson envuelve la historia dentro de sí misma, dejando implícito que nada ha cambiado. Al final, la muerte de Eleanor no resuelve nada. Ella es absorbida por la fuerza que la ha estado siguiendo. Podría haber vivido en un mundo de sueños, fantasía e ilusiones, incluso vanas: podría haber detenido el coche camino a Hill House y empezar una nueva vida en otro lugar, con o sin una familia sustituta. En cambio, sucumbe a la seducción de la nada, que siempre la ha estado esperando [ver: La verdadera Entidad que se esconde Hill House]

Es un lugar común aconsejarle a los demás que afronten la realidad. Parece un buen consejo, suena razonable, pero también algo que podrías encontrar escrito en las paredes de Hill House. Shirley Jackson forja una oposición entre soñar y afrontar la realidad [absoluta] como conflicto central de su novela. La norma, aparentemente, es soñar, pero esto no significa vivir en una versión idealizada pero falsa de la realidad. Soñar significa alimentar las ilusiones incluso en situaciones a las que no se les puede encontrar sentido. Por otro lado, la realidad [absoluta] carece de significado, es absurda y sin sentido, y nadie puede afrontar esta verdad sin perder la cordura.

Permanecer en la órbita de los sueños se vuelve mucho más difícil para las personas que han sufrido algún tipo de trauma. La palabra trauma proviene del griego, y significa «herida», pero también «ruptura». Para Sigmund Freud, el trauma es el dolor que una persona debe soportar después de una experiencia traumática, y la única forma de sanarlo es narrativizarlo, hablarlo; en otras palabras, darle sentido a través de la palabra. Este dolor a menudo se reprime y retorna asumiendo formas que la mente consciente no puede controlar. En este sentido, la Casa Embrujada es un arquetipo apropiado de la mente traumatizada, un espacio [psicológico] donde el trauma merodea como una entidad no deseada. De hecho, los traumas se manifiestan de manera similar a los fantasmas: dando portazos y derribando cosas; es decir, a través de pequeños estallidos violentos que no parecen tener una causa lógica [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]

El Trauma, como el Fantasma, es un remanente del pasado, un asunto pendiente, algo que no encaja dentro de los marcos lógicos. En la literatura gótica, el Trauma es la base de los horrores edilicios que presenta, es por esa razón que el arquetipo de la casa embrujada brinda a sus habitantes una incómoda mirada hacia adentro, los obliga a contemplar sus propias cicatrices. El concepto de «realidad absoluta» encaja en esta narrativa y muestra que la mente puede ser nuestro mayor enemigo. Las habitaciones de la Casa Embrujada [dependencias simbólicas de nuestra Psique] son los espacios donde el Trauma permanece activo, causando disturbios, debilitando la capacidad de soñar, abriendo grietas y hendiduras.

Eso es Hill House: una fuerza alimentada por el Trauma que trata de llevarnos a la «realidad absoluta». Para conseguir a Eleanor, Hill House no le insinúa una realidad idílica, libre de desdichas y dolores pasados, sino que actúa como un espejo que refleja sus traumas. Pero Hill House manipula no solo los traumas de Eleanor, sino que los transforma en el objetivo final de sus deseos; en este caso, tener un hogar propio.

Shirley Jackson presenta a Eleanor Vance como una mujer traumatizada. No sólo ha sufrido la muerte prematura de su padre, sino que ha sido objeto del abuso verbal y físico de su madre, y más tarde de su hermana y su cuñado. El resultado de estos años de sufrimiento es una mujer de treinta y dos años que afirma que «nunca ha sido querida en ningún lado». Además, Eleanor siente que siempre ha sido una intrusa en hogares ajenos. Sin embargo, este trasfondo no la ha vuelto una persona incapaz de soñar. Camino a Hill House se pierde en ensoñaciones; anhela encontrar un sitio donde su presencia sea deseada. Hill House es el único lugar que le abre las puertas, aunque sea para realizar un experimento paranormal. Recordemos que fue «elegida» por el doctor Montague debido a sus antecedentes. Al parecer, la pequeña Eleanor ha sido el foco de actividad poltergeist en su infancia.

Mientras el resto de los residentes [sobre todo Theodora y Luke] desconfían de Hill House, Eleanor descubre que su deseo de pertenecer es más fuerte que su sensatez. Su capacidad resistir a la «realidad absoluta» [en términos de ceder ante el Trauma] apenas existe, porque nunca en su vida ha tenido la oportunidad de desarrollarla. El doctor Montague explica:


«La amenaza de lo sobrenatural es que ataca donde las mentes modernas son más débiles, donde hemos abandonado nuestra armadura protectora de la superstición y no tenemos defensa sustituta. Ninguno de nosotros piensa racionalmente que lo que anoche corrió por el jardín fuera un fantasma.»


Esta «armadura protectora de la superstición» es representativa del soñar, de la posibilidad de encontrar alternativas a la realidad [absoluta], aunque de hecho estén alejadas de la verdad. Eleanor está indefensa, carece de los recursos para esconderse detrás de sus sueños. El doctor Montague también explica:


«El miedo es el abandono de la lógica, el abandono voluntario de patrones razonables. Nos rendimos ante él o lo combatimos, pero no podemos afrontarlo a mitad de camino (…) Creo que sólo tenemos miedo de nosotros mismos.»


Sus traumas han hecho de Eleanor una mujer que esencialmente siente miedo de sí misma: teme no ser lo suficientemente agradable, ser incapaz de tener un comportamiento apropiado y, como consecuencia, ser rechazada. Por supuesto, estos miedos hunden sus raíces en el hecho de que su familia siempre la ha hecho sentir excluida. Hill House se apoya en todo esto, toma esos miedos y los proyecta de vuelta. Poco a poco, Eleanor se va despojando de sus ensoñaciones, estas se vuelven insuficientes para que ella se aferre a la ilusión de una vida mejor, y a medida que avanza la historia la vemos descender gradualmente hacia las fauces de Hill House. Así como los traumas de Eleanor, profundamente arraigados en ella, parecen surgir de su infancia; es interesante notar que en el corazón de Hill House se encuentra la Guardería, que apesta a abandono.

La Casa ya ha «devorado» a otras personas antes de capturar a Eleanor, pero nunca se las ve deambulando como fantasmas, ni se las oye comunicándose con los vivos [una diferencia sustancial con la serie de Netflix]. De hecho, no hay ninguna sugerencia de espíritus en la novela. Los muertos simplemente pasan, no se vislumbra ninguna puerta a una existencia futura; sólo queda Hill House. Ese, quizás, es uno de los rostros de la «realidad absoluta»: la impermanencia, este estado inimaginable de no-existencia. En este sentido, no hay nada sobrenatural en Hill House; más bien lo contrario: la realidad dolorosamente natural de la muerte absoluta.

Algunos críticos han notado que los fundamentos de la relación de Eleanor con la Casa es análoga a la de una mujer con su abusador. Este último proporciona la sensación de que la mujer abusada es realmente deseada, y que los actos atroces que se cometen contra ella en realidad nacen de ese deseo. Hill House continúa esta probable analogía siguiendo el mecanismo estandar del abusador: aislar a su víctima, manipularla, controlarla, y finalmente poseerla, disponer de ella a su antojo.

El proceder de Hill House, su estrategia para capturar a Eleanor, es tan astuto que sólo puede calificarse de maquiavélico. El mayor miedo de Eleanor es la exclusión, el aislamiento, y la Casa convierte este miedo en su destino. Le proporciona un lugar, la «desea», pero, al final, Eleanor termina como siempre estuvo, caminando sola.




Taller gótico. I Shirley Jackson.


Más literatura gótica:
El artículo: «Y lo que fuera que caminase allí, caminaba solo» fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«¡Esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!»


«¡Esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!»




«Escucho un ruido en la puerta, como si un cuerpo inmenso y resbaladizo
se debatiera contra ella. No dará conmigo. Dios, ¡esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!»


Así concluye el relato de H. P. Lovecraft: Dagón (Dagon, 1917), con un narrador anónimo tomándose el tiempo de escribir estas últimas líneas desesperadas cuando en realidad debería estar tratando de escapar.

Este parece ser un problema común en las narrativas en formato de diario para las generaciones futuras, donde se les advierte que no se entrometan en cosas que es mejor dejar en paz, y donde el narrador tiende a escribir una entrada final en tiempo real [¡La ventana! ¡La ventana!], incluso describiendo criaturas con «pies palmeados» y «labios espantosamente gruesos y fofos» acercándose a ellos, a pocos metros, de hecho. No es un recurso narrativo excluyente del horror. J.R.R. Tolkien, en el episodio de Khazad-dûm, nos proporciona la última entrada del Libro de Mazarbul:


«No podemos salir. El fin se acerca. Oímos tambores, tambores en los abismos [...] Están acercándose.»


Este recurso hace que el final de esta historia de Lovecraft parezca un poco cursi e inverosímil; pero, ¿qué tal si hemos entendido mal en final de Dagón? [ver: El despertar del Dios-Pez: análisis de «Dagón»]

Hay varios cuentos de Lovecraft escritos en primera persona, una perspectiva que facilita mantener en duda las afirmaciones surrealistas hechas por el narrador. Si bien la apertura y los actos intermedios se benefician de esta perspectiva limitada, hay pocos escenarios donde el final resulta satisfactorio. Esta es una crítica frecuente hacia Lovecraft, y una difícil de rebatir cuando el autor parece socavar todo lo que ha ido construyendo en el relato al terminar con exclamaciones que ninguna persona escribiría en esa situación. Pero el final de Dagón es diferente, muy diferente. De hecho, creo que es un final incomprendido [ver: Lovecraft contra los finales de mierda]

Dagón se desarrolla durante los primeros años de la Primera Guerra Mundial. El barco comercial de carga del narrador es capturado «en una de las partes más abiertas y menos frecuentadas del amplio Pacífico» por un buque de guerra alemán, pero logra escapar en un bote salvavidas y permanece a la deriva al sur del ecuador. Eventualmente pierde el conocimiento y despierta varado en una amplia extensión de lodo que, teoriza, ha sido llevada a la superficie por actividad volcánica, «exponiendo regiones que durante innumerables millones de años habían permanecido ocultas». La llanura está repleta de peces pudriéndose y «cosas menos descriptibles». Todo esto seguramente recordará al lector el tercer capítulo de La llamada de Cthulhu (The Call of Cthulhu), escrito diez años después, el cual describe la experiencia del marinero Gustaf Johansen [ver: ¡Dagón es Cthulhu!]

Después de esperar tres días hasta que el fondo marino se seque lo suficiente como para caminar, el narrador se aventura a pie para encontrar el mar y un posible rescate. A los dos días encuentra un «cañón inconmensurable» y, bajo la luz de la luna menguante descubre un enorme monolito de piedra blanca que parece haber «conocido el culto de criaturas vivientes y pensantes». Está tallado con imágenes inquietantes:


«... hombres... al menos cierta clase de hombres; aunque las criaturas aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje en algún santuario monolítico que también parecía estar bajo las olas... Eran condenadamente humanos en términos generales a pesar de las manos y los pies palmeados, labios sorprendentemente anchos y flácidos, ojos vidriosos y saltones y otros rasgos menos agradables de recordar. Parecían haber sido cincelados a una escala desproporcionada con respecto a su fondo escénico; porque una de las criaturas era mostrada en el acto de matar una ballena representada como poco más grande que él mismo.»


Entonces, emergiendo de un gran canal de agua debajo del monolito, aparece una gigantesca versión viviente de una de las inscripciones.


«Con sólo un ligero movimiento para marcar su ascenso a la superficie, la cosa se deslizó a la vista sobre las aguas oscuras. Enorme, parecido a Polifemo y repugnante, se lanzó como un estupendo monstruo de pesadillas hacia el monolito, alrededor del cual arrojaba sus gigantescos brazos escamosos, mientras inclinaba su espantosa cabeza y daba rienda suelta a ciertos sonidos.»


El narrador huye, apenas conservando la cordura y la conciencia. Más tarde, un barco estadounidense lo rescata del océano y termina recuperándose en San Francisco. No hay informes de actividad volcánica en el Pacífico y no espera que nadie crea su historia. Menciona un intento fallido de comprender su experiencia. Atormentado por visiones de la criatura, «especialmente cuando la luna está gibosa y menguante», describe sus temores por el futuro de la humanidad. Está a salvo, por ahora. Aunque abusa de la morfina para adormecer sus miedos y recuerdos, sabe que está condenado.

Recién en este punto de la historia el narrador da a entender que la colosal criatura que vio emerger ante el monolito es el antiguo dios-pez filisteo: Dagón. Por alguna razón, siente que este conocimiento es peligroso, y que Dagón irá por él [las mismas ideas paranoides están presentes en La llamada de Cthulhu]. Pronostica un día en el que las criaturas submarinas «podrán emerger entre el oleaje y sumergir entre sus garras a los restos de una humanidad débil y agotada por la guerra». Y entonces:


«El fin está cerca. Escucho un ruido en la puerta, como si un cuerpo inmenso y resbaladizo se debatiera contra ella. No dará conmigo. Dios, ¡esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!»


En su delirio, o sobrecarga de cordura, el narrador cree escuchar «un ruido en la puerta». Le asigna los atributos de «un cuerpo inmenso y resbaladizo». Declara que no se dejará atrapar. Entonces ve «esa mano», tal vez asomándose por la puerta ya entreabierta, pero no dice que sea una mano inhumana, «palmeada», sino simplemente una mano. Finalmente escribe la improbable repetición: «¡La ventana! ¡La ventana!». Su única vía de escape es saltar.

En una lectura rápida parecería que «esa mano» está en la ventana, pero el ruido se escucha en la puerta, y detrás de ella estaría el «cuerpo inmenso y resbaladizo» tratando de entrar; de modo que el grito: «¡La ventana! ¡La ventana!» implica que el narrador está a punto de saltar. ¿Verdad? ¿O estamos omitiendo algo? ¿Dónde ve la mano? ¿Acaso es su propia mano, tal vez adquiriendo rasgos... inhumanos?

El narrador admite su inestabilidad mental y su adicción a la morgina, ambas como consecuencia de la experiencia traumática. Aún sin isla, sin monolito, sin Dagón, escapar de un abordaje alemán y estar días a la deriva en el Pacífico es algo capaz de trastornarte. Podemos imaginar que lo único que impidió que sus miedos lo devoraran fue escribir su historia, y tan pronto como estuvo escrita su paranoia finalmente lo consumió. De hecho, en el primer párrafo escribe: «al caer la noche mi existencia tocará a su fin». No dice que su fin esté próximo o algo así, sino que brinda precisiones: «al caer la noche», aunque nada hace suponer que será atacado en ese momento. No. El narrador sabe que morirá esa noche porque él mismo se quitará la vida al terminar de escribir su historia.

También reafirma su plan poco antes del final de su diario, donde dice: «Voy a terminar con todo, habiendo escrito una relación completa para el conocimiento o la engreída diversión de mis semejantes». Se pregunta «si no habrá sido todo una fantasía, un simple monstruo de la fiebre sufrida mientras yacía preso de la insolación». Pero entonces le llega «una espantosa y vívida imagen a modo de respuesta». Visualiza «los indescriptibles seres» que se mueven en los «fondos cenagosos, adorando arcaicos ídolos de piedra y tallando sus propias y detestables imágenes en obeliscos submarinos de rezumante granito». La historia está llegando al final. El narrador no soportará otra noche de estas imágenes, incluso si sólo son una fantasía.

Todo esto no tiene nada de especulación. Ya en el primer párrafo el narrador escribe: «no podré aguantar mucho más esta tortura y me arrojaré por la ventana de esta buhardilla a la mísera calle de abajo». En este contexto, la exclamación final: «¡La ventana! ¡La ventana!», no fue escrita en tiempo real, es decir, mientras el narrador está siendo atacado por una criatura que intenta irrumpir en la habitación, sino en el climax de su tortura mental. Quizás el narrador era vagamente consciente de que estaba alucinando, pero no lo suficiente como para evitar que se suicidara. Está claro que quería que alguien leyera su historia, por lo que la exclamación «¡La ventana! ¡La ventana!» es un recurso extravagante para que el lector supiera con certeza que se mató.

Toda la historia es una nota suicida.

Pero, ¿lo es?

Hay muchos relatos de terror donde el autor pronostica su muerte y al final recibimos una posdata o un recorte periodístico que lo confirma, pero eso no es lo mismo que escribir toda una historia como una nota suicida. Esto implica que el final no está describiendo hechos en tiempo real, sino de manera premeditada.

En cualquier caso, estos narradores de Lovecraft están hechos de un material duro. Con o sin monstruos en el medio, exhiben una dedicación y un compromiso con oficio de escribir con el que uno sólo puede soñar. Pensemos en el último párrafo escrito por Robert Blake en El morador de las tinieblas (The Haunter of the Dark):


«Soy Robert Blake, pero veo la torre en la oscuridad. Hay un olor horrible... sentidos transfigurados... saltan las tablas de la torre y se abre paso... Iä ngai ygg... Lo veo, viene hacia acá... viento infernal... sombra titánica... negras alas... Yog-Sothoth, sálvame... ojo ardiente de tres lóbulos.»


El diario expuesto en La pradera verde (The Green Meadow) termina del siguiente modo:


«Viviré por siempre, siendo eternamente consciente, a pesar del lamento de mi alma y mi súplica a los dioses en pos de la muerte y el olvido... todo está ante mí: más allá del ensordecedor torrente está la tierra de Stethelos, donde los jóvenes son infinitamente viejos... la Pradera Verde... enviaré un mensaje a través del horrible e inconmensurable abismo... (A partir de este punto el texto se hace ilegible)»


Y así En los muros de Eryx (In the Walls of Eryx):


«Oscuro. Muy débil. Todavía están riendo y saltando alrededor de la puerta, y han encendido esas antorchas infernales. ¿Se van? Soñé que escuchaba un sonido... luz en el cielo.»


Y así Las ratas en las paredes (The Rats in the Walls):


«... las ratas que se deslizan y corretean nunca me dejarán dormir; las ratas demoníacas que corren detrás del acolchado de esta habitación y me atraen hacia horrores mayores de los que jamás haya conocido; las ratas que nunca podrán oír; ¡Las ratas, las ratas en las paredes!»


Estos finales lovecraftianos también se esparcieron en algunos miembros del Círculo de Lovecraft. Así termina la narración en primera persona de Los perros de Tindalos (The Hounds of Tindalos), de Frank Belknap Long:


«¡Dios mío, el yeso se está cayendo! Un terrible golpe ha aflojado el yeso y está cayendo. ¡Quizás un terremoto! Nunca hubiera podido anticipar esto. Está oscureciendo en la habitación. Debo llamar a Frank. ¿Pero podrá llegar a tiempo? Lo intentaré. Recitaré la fórmula de Einstein. Lo haré... Dios. ¡Están atravesando! ¡Están atravesando! El humo sale de las esquinas de la pared. Sus lenguas... ahhhhh...»


No estoy seguro de que Lovecraft haya utilizado este recurso lo suficiente como para ser un rasgo común de su ficción. De hecho, no lo es. Quizás sus admiradores [e imitadores] lo emplearon lo suficiente como para que pareciera un motivo común, pero eso no dependía de él.

Existen algunos puntos en común entre el narrador anónimo de Dagón y el propio Lovecraf. Por ejemplo, cuando Estados Unidos entró en la Primera Guerra Mundial, el Flaco de Providence intentó alistarse en el ejército, pero su madre lo humilló al revelar sus condiciones médicas subyacentes que él había ocultado al reclutador. Al año siguiente intentó alistarse en la Guardia Nacional, pero una vez más su madre utilizó sus contactos familiares para frustrarlo. En este punto de su vida, Lovecraft estaba inflamado de orgullo patriótico y, al mismo tiempo, avergonzado de no estar luchando. Se sentía aislado del curso de la historia, observando cómo se desarrollaba el drama mundial sin poder participar. El narrador de Dagón tampoco es un combatiente, sino un sobrecargo [responsable de la carga] en un buque comercial; y ni siquiera puede decirse que haya sido un prisionero de guerra. Y él, como Lovecraft, no lucha valientemente contra un ejército enemigo, sino que huye cobardemente de algo oculto que ha salido a la superficie.

Es cierto que los dagonitas no parecen verse ni oler demasiado bien, pero el descubrimiento de una civilización submarina no necesariamente tiene que ser algo horrible. Por regla general, Lovecraft está horrorizado por lo subterráneo, lo submarino, que ansía salir a la superficie [ver: Lovecraft y los mundos subterráneos]. Ese es su sesgo personal. Veinte años antes de Dagón, H. G. Wells escribió En el abismo (In the Abyss), donde un explorador se encuentra con una criatura anfibia de ojos saltones, luego con toda una civilización submarina inteligente, y se siente abrumado por la felicidad. Es verdad que el explorador de Wells muere al final, en su segunda expedición, pero el tono general de la historia es de asombro e interés científico.

El narrador de Dagón está lejos de sentir lo mismo. Las inscripciones le parecen «grotescas más allá de la imaginación», aunque al principio intenta racionalizarlas [ver: Lovecraft y las lenguas prehumanas]. Deduce que deben ser representaciones de alguna «tribu primitiva de pescadores o marineros» anterior al surgimiento del «Neanderthal». Sin embargo, la perspectiva racional se desmorona. Como a Lovecraft, al narrador le horroriza lo que sucede bajo la superficie de esta guerra. Mientras la humanidad desciende a la barbarie, el doppelgänger de nuestra civilización, nuestra Sombra [en términos de Carl Jung], se alzará y dominará «los restos de una humanidad débil y agotada por la guerra». Al final del relato, el narrador tiene su propia confrontación con su doble personal. cuya mano [real o imaginaria] lo empuja al suicidio. Este es el microcosmos que plantea Lovecraft. Dagón en sí es sólo un recurso argumental

En este relato sucede una de dos cosas: o el narrador alucinó su encuentro con Dagón luego del trauma, el hambre, la sed y la fiebre; o realmente se encontró con una descomunal entidad submarina, lo cual terminó de destrozar sus nervios y finalmente lo llevó a la psicosis. En ambos escenarios, esa mano al final puede o no ser real; y, en caso de ser real, puede o no ser la mano de un dagonita. La belleza de Dagón es que no podemos estar seguros de nada.

Los narradores de Lovecraft no son individuos frágiles emocionalmente; son sujetos aplomados cuyos sistemas de creencias, la concepción misma de la realidad, ha sido sacudida. Caminan por un límite desdibujado que parece locura, pero en realidad es una sobrecomprensión de la realidad última. Uno puede ser perfectamente racional, pero hasta Dupin o Sherlock Holmes cuestionarían su comprensión de la realidad si llegaran a tener una experiencia [o un episodio psicótico] parecida a la del narrador de esta historia. El propio Dagón, insisto, es un mero recurso argumental, elevado al estatus de fetiche por muchos lectores, pero la auténtica genialidad de Lovecraft se resume en el marco perceptivo en el que presenta ese recurso. ¿De qué conocimiento podemos estar seguros?

La inestabilidad psicológica del narrador tiene causas un poco más complejas que la mera visión de Dagón. En este punto ya se sentía «medio absorbido» por el extraño entorno. En otras palabras, sentía que estaba siendo devorado por el lugar, y, por lo tanto, perdiendo su condición humana. Su caminata por el abismo es un descenso a lo primordial, una especie de viaje en el tiempo a una época donde «el mundo era joven». Al ver a Dagón [«inmenso, semejante a Polifemo»], evidencia concreta de lo que se supone es una tradición primitiva, el narrador advierte la insignificancia de la humanidad en términos de tiempo, poder y escala. Dagón fue antes de la humanidad, y seguirá siendo después de nosotros.

Es absurdo creer que la criatura llegó realmente a la puerta del narrador. Aceptar que podría rastrearlo de alguna manera, llegar a una ciudad populosa como San Francisco y localizar su morada sin ser detectado, a pesar de tener un tamaño apenas menor que el de una ballena, es casi ofensivo con el autor. Es cierto, podría tratarse de un dagonita, una especie de adorador humanoide de Dagón, incluso un cultista humano local, pero, ¿por qué mataría al narrador en San Francisco y no en la isla? Después de todo, Dagón ni siquiera repara en él. Sólo se lanza «como un tremendo monstruo de pesadilla hacia el monolito», lo rodea «con sus gigantescos brazos escamosos» y profiere «algunos sonidos pausados». Su sola existencia se ha convertido en un asalto a la mente.

Lovecraft socava intencionalmente cualquier tipo de distancia segura entre lo normal y lo anormal [entre un simple sobrecargo y Dagón], lo cual hace que la razón, o el pensamiento, no tengan oportunidad de intervenir; más aún, que resulten herramientas inútiles. El narrador despierta y se encuentra en una amplia llanura de fango; deja atrás el horror racional [el ataque de los alemanes, la huída, el hambre y la sed mientras está a la deriva, la fiebre, etc.] y es «medio absorbido» por la magnitud de esta nueva realidad que lo rodea. Sus sentidos están desbordados, no puede procesar el «silencio absoluto», «la quietud y la homogeneidad», a tal punto que sus esfuerzos se centran en buscar «el mar desaparecido», que ahora es la amenaza menor.

Recién cuando el narrador consigue poner distancia entre lo anormal [su experiencia con Dagón] y lo normal [su recuperación en San Francisco] obtiene una fracción de conocimiento de los fenómenos que presenció y el peso que eso conlleva [la locura]. Pero, cuando la distancia vuelve a cerrarse [con el ruido en la puerta, esa mano] la única forma de volver a ampliar la brecha es... «¡La ventana! ¡La ventana!»




H. P. Lovecraft. I Taller gótico.


Más literatura gótica:
El artículo: «¡Esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!» fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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Relato de Thomas Mann.
Apertura [y cierre] de Hill House.
Los finales de Lovecraft.

Poema de Wallace Stevens.
Relato de Algernon Blackwood.
De la Infestación al Poltergeist.